miércoles, 23 de julio de 2008

Wonderwall


Escuchando una de mis canciones favoritas del grupo Oasis y leyendo un poco de Tolstoi son mis mejores remedios para una resaca.
Hace poco leí un poema muy interesante y adivinen de quién es, pues de mi padre; Sangre de mi sangre.
Lo pondré por acá y veré como se desempeña.
A MI PADRE

No en vano crecieron las dalias, padre,
como yo siempre creí: azarosas
entre el maizal que el abuelo sembró
en sus días de libertad. Tú no las apreciabas,
preferías a las palomas porque te parecían
la única raza útil de la tierra.
Empecé por las dalias por la excusa
de la belleza. En tantos años
apenas si nos hablamos a través
de circunloquios resignados.
Eras distante y yo me atormentaba
imaginando cómo este maestro de poca altura
podía ordenar a legiones de gorriones.
Tu discordia provino de ser un pasajero
del viento que se cayó de bruces.
En un tiempo creí que no eras mi padre,
esa coartada tan infantil a la que recurrimos
cuando el castigo corporal nos devuelve
su torva geografía de soledades e implacabilidad.
En un tiempo creí que una forma de desahogarme
sería creciendo hasta asustarte con mi tamaño.
Más tarde preferí escribir
y tal fue tu enojo que me obligaste
a desvelar las paredes de la infidencia,
pues tú también llenabas páginas con un dolor
no menos intenso que el de los poetas,
a los que compadecías por el mismo aroma
que te delató -y ya no hubo en la casa
misterios que desentrañar.
Así fueron aquellos tiempos y no sé
cómo nos hemos limpiado las espinas.
Veo a las dalias salir de una tierra
que esconde las bellotas como hermosos
corazones latiendo despacito
para arrullar a los gusanos,
y también veo tu llorar rabioso
por los efectos de una ternura desbordada.
Los borrachos lloran como si desearan
redimir al mundo de ellos mismos.
Es un tropiezo su vivir, te lo diría
Li-Po si lo hubieses leído,
ahora te embargarías de su vino denso,
del que la humanidad ha bebido sin recordar
tanto sufrimiento. Tu hijo ha aprendido,
aunque sigue buscando en tus bigotes
un poco de rocío. Con relación a mí
sigues pequeño y frágil, pero yo no podría
gobernar una cabalgadura.
Tus irreproducibles blasfemias contra Dios,
al que buscabas iluminando el cielo
con una linterna (mientras mamá,
Eduardo y yo veíamos caer la nieve
como la sangre de las madrugadas tristes),
ahora son meras palabras con las que te enuncio.
Enajenadas de sus actores no podría guardármelas más.
El tiempo se toma sus plazos, luego
comienza a reclamarte que lo deseches:
tómalo o déjalo, la vieja regla
del mercader también se interpone
entre las dalias y el maizal,
entre la belleza y la utilidad.
Y sin embargo, tú recuerdas
lo que el abuelo decía,
y no tenemos porqué dudar de su veracidad:
que a las dalias nunca nadie las sembró.
Pero, oh sorpresa, cada temporada
en que los tallitos de maíz
asomaban con sus hojas como aspas dulces,
hete allí con las inoportunas flores de la mansedumbre.
Este es el mensaje final de mi poema:
el trabajo que significa arar la tierra,
para llenar el vientre, no sería satisfactorio
si uno no se limpiara los ojos y el alma
con la belleza que emerge misteriosa.
Te lo digo, padre, ahora que no tenemos
ni dalias ni maizal.

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